sábado, 20 de junio de 2009

De lo que supo el anciano

Él siempre creyó que crecer era otra cosa, que significaba cambiar, ser mas serio, menos feliz. Meciéndose al lado de la ventana del 5º piso de la residencia, sintiendo en la cara lo que ya casi era brisa veraniega se dio cuenta que nunca había dejado de ser el mismo niño que de pequeño jugaba a ser Peter Pan para poder volar. Se dio cuenta de que seguía queriendo ser un vaquero con revolver y sombrero, se dio cuenta de que si volviera a estar sentado al lado del rio y volviera a ver a aquella chica de vestido blanco se volvería a enamorar. El anciano pensó que era el mismo hombre que se había puesto nervioso cuando le pusieron en brazos a su primera hija y que quedó deslumbrado con esa criaturita pequeña y rosada que descansaba totalmente ajena a él. Por primera vez en mucho tiempo no sintió pena al recordarlo.
Cerró los ojos y recordó el sabor de los caramelos de menta. Y entonces recordó que compartía este gusto con su nieta. Su nieta, que prefería leer, ver dibujos, jugar en el parque y pintar las paredes de la casa antes que ir a clases de violín, ballet y tenis, cosa que su madre no entendía. Su nieta, con quien había comido flashes el verano anterior, después de llevarla al parque a estrenar los patines. Se preguntó si había que ser inmensamente viejo, como él para volverse puro y sincero, como ella.

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